En la década de los 50’s, específicamente en el año de 1957 estaba en pleno apogeo la carrera espacial protagonizada por la Unión Soviética y E.U.para llegar al espacio. Los soviéticos se adelantaron, ya que a mediados del otoño lanzaron y pusieron en órbita exitosamente el primer satélite artificial, el Sputnik 1. Mientras tanto en nuestra hermosa ciudad de San Luis Potosí sucedía algo que nadie imaginaba. Una violenta exhalación de llamaradas verde-amarillentas anunció el fin de la cuenta regresiva. Con un fuerte siseo, la densa humareda inicial se convirtió en la base de una blanca columna que se alzó dos kilómetros y medio hacia el cielo. En el centro de control, los responsables del experimento festejaron el éxito con euforia desbordante. Era el 28 de diciembre de 1957 y México, desde la ciudad de San Luis Potosí, lanzaba por primera vez un cohete con fines científicos.
En la capital, el segundo piso del edificio de la Universidad daba albergue a la recién creada Escuela de Física, la tercera en México. El local funcionaba como salón de clase, laboratorio y oficina del director. Hasta allí llegaron los reporteros de la prensa potosina, contagiados de la fiebre espacial, buscando en los futuros físicos las voces expertas que pudieran explicar la maravilla tecnológica. Nadie sabía que como parte del trabajo experimental, maestros y alumnos de la Escuela habían estado diseñando y construyendo cohetes de combustible sólido con el propósito de desarrollar sondas que permitieran realizar estudios climáticos. Ante las preguntas de los reporteros, uno de los estudiantes no pudo resistir la tentación y con cierta presunción declaró: “Del satélite ruso no sabemos nada, pero aquí tenemos algo mejor“.
Lluvia desde el espacio.
La chispa que encendió la mecha del proyecto era Gustavo del Castillo y Gama, uno de los cinco físicos con doctorado que había en el México de los años 50. Al igual que sus colegas, había obtenido el posgrado en una universidad extranjera, pero a su regreso no se integró a ninguna de las dos escuelas de Física que existían en el país en ese entonces. Al término de su doctorado, en 1955, se propuso volver a su natal San Luis Potosí y preparar allí el terreno para crear una escuela y un instituto.
“Él pensaba que con un poco de comprensión y mucha imaginación se podía dar a la física mexicana un impulso sin precedente. Pero había que apartarse del grupo capitalino (el Instituto de Física de la UNAM, creado en 1938)“, relata el Dr. Candelario Pérez Rosales, en su libro Física al amanecer. El también sería maestro e investigador del Instituto de Física de San Luis Potosí.
Para marzo de 1956, la idea del Dr. Del Castillo era una realidad: el Instituto y la Escuela de Física eran formalmente parte de la Universidad de San Luis Potosí. Nueve alumnos y cuatro profesores conformaban la matrícula de ambos organismos, y su flamante director era Del Castillo. Además de la formación de recursos humanos especializados, la nueva institución se abocó al desarrollo de investigación experimental. Uno de los primeros proyectos fue sustentar la posibilidad de generar lluvia mediante detonaciones en las nubes. “Desde que llegué a San Luis se notaba una gran sequía y la falta de agua se hacía cada vez más crítica“, escribió Del Castillo en unas notas que se conservan en el archivo del Instituto. “Pensé que el uso de cohetes explotados a gran altura originaría la formación de gotas lo suficientemente grandes para caer como lluvia“.
En sus notas cuenta que los primeros experimentos se hicieron con los tradicionales cohetes usados en las celebraciones religiosas. Se mandaron hacer varios de ellos, modificados para alcanzar mayores alturas. El experimento se llevó a cabo desde unos cerros a las afueras de San Luis. Allí, coordinados por su director, dos escépticos maestros coheteros lanzaron sus artilugios al mismo tiempo. Tras las explosiones, unas gotas comprobaron que la teoría era correcta.
La cuenta regresiva.
El primer reto en el campo experimental era construir aparatos que pudieran alcanzar la altura necesaria para este tipo de estudios. “Pensé que el desarrollo de un proyecto de esta naturaleza tendría un valor educativo para los estudiantes, así que se los propuse“, se lee en las notas de Del Castillo. Además de incorporar a estudiantes en proyectos que pudieran ayudar en su formación, podrían aprovecharlos para detonar cargas, realizar mediciones mediante telemetría y detectar radiación cósmica en la alta atmósfera, explica el Dr. José Refugio Martínez Mendoza, investigador del Instituto de Física de la UASLP y divulgador científico.
Una variante a resolver era el combustible: se necesitaba un gran empuje para levantar el aparato. Había dos opciones, la primera eran los combustibles líquidos (oxígeno líquido y alcohol etílico), pero su manejo implicaba gran peligro. La otra opción resultó la más apropiada, una mezcla de azufre y zinc en polvo conocida como micrograno. Para prepararla, los materiales debían reducirse a polvos tan finos como la harina, así que se diseñó un mezclador tomando como modelo justamente los que se usan en la industria panadera.
Conforme el proyecto avanzaba, la Escuela recibía apoyo de muchas partes, un ejemplo de ello fue el material necesario para construir el cuerpo de los cohetes. “Los tubos de plomería no son adecuados, pues están cerrados por una costura eléctrica que es muy débil; con algunos cientos de libras de presión explotan y se deforman“, explica el físico Luis Gerardo Saucedo Zárate, ex alumno y fundador del Instituto Mexicano del Espacio Exterior. El equipo buscó entonces tubos de los que se usan para las calderas, mejor adaptados para soportar las presiones de un motor de cohete. “El tubo de acero inoxidable y sin costura lo sacamos de la Refinería de Pemex en Salamanca“, apunta el Dr. Del Castillo. Los maquinados para dar forma al cuerpo del cohete y la tobera se realizaron en un taller que tenía la Facultad de Medicina.
La base de lanzamiento, que la prensa bautizaría más adelante como Cabo Tuna, estaba ubicada en un campo de golf al norte de la ciudad. Se había construido una torre de cuatro metros de altura que serviría como plataforma. A unos metros de allí se encontraba el “centro de control”, que consistía de una trinchera rectangular excavada en el suelo y cubierta con gruesos tablones de madera. Aquí se instalaron las cámaras fotográficas que documentarían el experimento.
El Dr. Candelario Pérez Rosales, uno de alumnos que desarrollaron los cohetes, recuerda que una fría mañana de noviembre en 1957, el grupo se dirigió a la base para probar el poder de propulsión del combustible. Se trataba de prototipos de pequeña escala (con una altura de 75 centímetros y un diámetro de 2). Al igual que sucedió a Wernher von Braun y Robert H. Goddard, padres de la construcción de los cohetes espaciales, las primeras pruebas no fueron tan sorprendentes. “Se hizo el primer intento de elevar un cohete, pero el artefacto explotó en la torre de lanzamiento, sin que se hubiera elevado un solo centímetro“, escribiría más tarde el Dr. Pérez Rosales. “Esa misma mañana se hicieron otros dos intentos con resultados desastrosos“.
En la ciencia se aprende más de los fracasos que de los éxitos, enfatiza Saucedo: un mes más tarde, el 28 de diciembre, el grupo se encontraba instalando en la torre de lanzamiento el Física I. Se trataba de un cohete mucho más grande, con una altura de 1.70 metros y un peso de 8 kilogramos. Su diseño era muy simple, describe Pérez Rosales. El cuerpo principal, un tubo de 5 centímetros de diámetro y 1.6 milímetros de espesor, servía como depósito de combustible y cámara de combustión. Los gases, producto de la oxidación del combustible, eran expulsados a través de una tobera de acero. En la parte inferior se instalaron tres aletas de aluminio para estabilizar el vuelo; remataba el proyectil una ojiva sólida de madera. Desde el centro de control, maestros y alumnos iniciaron el conteo. Al activarse el cohete, un empuje de 100 kilogramos levantó el proyectil dos kilómetros y medio.
El ocaso de un sueño.
Cuatro meses después, el grupo regresó a Cabo Tuna para un segundo lanzamiento. Pensando en el desarrollo de sondas de investigación que requerían recuperar el artefacto intacto, se desarrolló un sistema que desplegaba un paracaídas al haber alcanzado la altura máxima. La prueba fue espectacular, de acuerdo con la nota del reportero Benjamín Wong, enviado especial del periódico El Sol de México para cubrir el lanzamiento. La física en San Luis hacía su despegue en el campo de la experimentación, recuerda el Dr. Pérez Rosales, en Física al amanecer.
Posteriormente, el desarrollo de los cohetes no pudo concretar sus objetivos iniciales por falta de recursos, y sólo se enfocó en los diseños de propulsión, diseños de recuperación mediante paracaídas, así como determinación de trayectorias mediante la computadora analógica que se tenía en la Escuela, explica el Dr. Martínez Mendoza. A finales de los años 50, el Dr. Del Castillo emigró a Estados Unidos y dejó de dirigir el proyecto. Sin el empuje de su fundador y con la graduación de aquella primera generación de físicos potosinos, el diseño de cohetes entró en un decaimiento que se extendió por cuatro años.
Filoctetes III a la espera.
A mediados de los 60, la Sociedad de Alumnos de la Escuela de Física, presididos por Salvador Alvarado, decidieron retomar el aliento. Con la asesoría y diseño del profesor Juan Cadenas, ex alumno de la primera generación, desarrollaron la serie Zeus, que consistió en nueve lanzamientos. El último de estos cohetes utilizó un sistema de dos etapas, buscando incrementar la altura y desarrollar un vehículo de estudio más eficiente.
A finales de esa década, otro grupo de estudiantes, dirigidos por Gerardo Saucedo, continuaron los experimentos con la serie Filoctetes. El desarrollo comenzó desde cero con el Filoctetes I, un cohete que se reutilizó en varias ocasiones. Era un vehículo más pequeño que los anteriores, que sirvió de base para el desarrollo de cohetes más grandes, como el FII y el FIII.
En 1972, el lanzamiento del Filoctetes II puso término a 15 años de experimentación; Gerardo Saucedo terminó sus estudios y entró a trabajar en Pemex, dejando en el laboratorio el número III, un artefacto de tres etapas demasiado grande como para lanzarlo sin riesgos. “El fin de los lanzamientos gira alrededor de un fin de cursos“, explica. “Todos partimos a buscar los posgrados que habrían de seguir para muchos de los que se graduaron. Se volvió muy difícil para las generaciones siguientes, sin información y apoyo económico, seguir el proceso“.
Sin embargo las capacidades siguen latentes. Actualmente los físicos mexicanos ocupan un lugar destacado en la comunidad científica internacional: colaboran con la NASA en la exploración de Marte, o participan en el proyecto del Gran Colisionador de Hadrones en Suiza, desentrañando el nacimiento del Universo. Todos ellos, en algún momento de sus carreras, fueron combustible que se encendió con la chispa de la curiosidad.
En una carta dirigida a Candelario Pérez Rosales durante los años de fundación de la Escuela de Física, el Dr. Gustavo del Castillo y Gama escribió: “Con un poco de comprensión y mucha imaginación se puede dar a la ciencia mexicana un impulso sin precedente“… Lo estamos esperando.
Fuente: Revista Quo Historia de Otoño 2009