El misterio del ocaso

Cierro los ojos.

Los rayos del sol me calientan. No comprendo que soy, si soy, donde estoy o que hago ahí. ¿Seré aire? ¿Tierra, viento? ¿Un ser viviente quizás?

El jalón de la correa del perro es el imán que disipa mis dudas y me atribuye la condición humana. Dos pies que caminan sin cesar por un sendero frondoso y cubierto de flores exóticas, dos ojos que conciben ese sendero como infinito; un corazón que late, temporalmente a un ritmo moderado, y una mente confundida, aun tratando de averiguar la razón del momento.

De repente, un olor. El olor. Ese perfume, el perfume presuntamente olvidado y que no está a la venta. Perceptible a kilómetros de distancia.

Las pupilas se dilatan, el corazón late sin control, la cabeza comienza a dar vueltas. El perro percibe el desequilibrio y emite ladridos de alerta. Los oídos no escuchan, no quieren escuchar. La nariz deja de funcionar y el aire comienza a faltar en los pulmones.

Es el momento, tan temido pero tan anhelado. No hay escapatoria. Cierro los ojos, temiendo mi reacción, su reacción. La reacción. La mente quiere huir, pero el corazón se lo impide; ya ha esperado demasiado.

La sordera cede y escucho mi nombre de la que hasta ese momento había olvidado era mi voz favorita. Las piernas me juegan una mala partida y doy la media vuelta.

El mundo se detiene; se congela. Me congelo. Nos congelamos. Nuestros ojos se conectan como piezas que forman un túnel que hace posible el cruce al otro lado del risco más peligroso: el amor. Las palabras se marchan del lugar porque están de más, y el silencio permite que la conversación visual fluya.

Estamos los dos, uno en cada extremo del túnel. Nos acercamos, y mientras la distancia física se acorta, se escucha al fondo y cada vez más fuerte la melodía de dos corazones latiendo al unísono, interpretando una canción suave, acelerada, ansiosa, romántica; incomprendida.

La distancia se agota y todo se torna negro. La incertidumbre amenaza con tomar el control aprovechándose del miedo generado por el tiempo perdido. Justo cuando la mente está a punto de convencer al corazón, toma mi mano y todo cobra vida.

Ese corazón, debilitado y casi destituido se sobrepone a cada recuerdo disgustante, y tomando el control de la situación borra esas barreras de tiempo y espacio que fueron edificadas en contra de la voluntad de ambos, permitiéndole a mi persona (cuerpo, alma y mente) dejar todo atrás y concentrarse en el aquí y ahora.

La fricción entre sus labios y los míos, la dicha de llamarlo nuestros otra vez; cuna de suspiros, reflejo de sentimientos, fuente de deseo; impetuosa necesidad de permanecer unidos. Ganas de fulminar el tiempo y retenernos sin definición. De explorarnos en silencio y vencer a la gravedad.

Adicción a lo imposible, siempre lo más interesante. Lino de estrellas que cubren nuestro cielo, cielo iluminado por la luna de nuestra sumisión y el sol de nuestra dominación, que juntos en el ocaso, periodo fugaz y transitorio, se complementan y muestran lo que somos: dos almas unidas en un breve momento de interacción, que dependen una de la otra, no importa la manera o el orden en el que sean vistas, y que conforman la base del universo, del universo propio, pequeño mundo del que son dueños, a veces de primera mano, a veces de manera secundaria.

Y en el segundo en el que el ocaso de pie a la noche, abro los ojos.

Despierto y vuelvo a la realidad.

kalot trafalgar

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