Las ventajas de curiosear.

Toda la vida hemos escuchado que las cosas se arreglan cuando uno las habla, ¿pero  de verdad sirve? No siempre he sido partidaria del arreglar mis problemas hablando, de hecho tengo la mala costumbre de hablarlo con todos menos con los involucrados; y digamos que eso no es un hábito muy sano. Pueden pasar los días y aun así no nos es posible figurar una simple cosa: cuándo, dónde y cómo. Tres preguntas que nos pueden hacer sentir desesperado porque es ridículamente difícil conseguir el valor suficiente para aceptar la vulnerabilidad que podríamos presentar, sin mencionar lo que viene después.

Les voy a decir algo, y creo que ya lo he mencionado antes; la vulnerabilidad es lo que nos hace más humanos. Es el estado más puro de la fragilidad, como si quisiéramos dejar todo atrás y sólo estar ahí presentes. Es lindo sentir de repente que una persona es capaz de desarmarte, que es quien puede ver a través de todos los obstáculos que ponemos para que no vean que en el fondo hay un niño o una niña asustados. Si me lo permiten, no creo que sea tan malo, pero claro; siempre es más fácil decirlo que hacerlo.

Primero si somos analíticos tendemos a ver las ventajas y las desventajas de hablar, más desventajas normalmente; pero al final puede que sucumbamos y saquemos aquello que nos está molestando. ¿Por qué no? ¿Qué tan difícil puede ser que hablemos las cosas y ya? Lo difícil es el miedo, miedo al rechazo, miedo a lo desconocido, puede que haya un resultado inesperado que nos agrade u otro que simplemente nos deje pensando en si el riesgo valió la pena o si fue un esfuerzo perdido.

La verdad es que vale la pena, no cuesta nada y las palabras (a menos que hayan firmado un contrato y sus vidas dependan de ello) solo se gastan la saliva y las ansias. En el peor de los casos puede que no nos salgamos con la nuestra o algo no resulte como lo planeamos en nuestras maquiavélicas mentes. Cuesta, sí, sí cuesta, pero al final del día es peor quedarse con el ‘qué hubiera pasado’.

Hay que verlo de esta forma, todo lo que vale la pena en esta vida –beneficie o no- cuesta trabajo, es como cuando queremos preguntar algo en una conferencia o en una clase; el costo de oportunidad va desde nuestra zona de confort hasta nuestro crecimiento en muchos ámbitos, de nosotros depende el salir de esa zona y llegar a concretar la satisfacción de saciar nuestra necesidad de saber más calmando nuestras dudas. Igual y no nos es sencillo preguntar pero yo creo que varios me entenderán, igual y no pasa nada si no preguntamos eso pero si sí lo hacemos hasta nos sentimos bien.

Aunque claro, si escuchamos frases como ‘la curiosidad mató al gato’ o nos reprenden por ‘preguntones’ no nos va a ayudar a aumentar nuestra capacidad de asombro. Les voy a dar un ejemplo y espero que no me maten, en la película “El Origen de los Guardianes” Santa Claus habla de un famoso centro, el centro es lo que forma parte de los más hondo de tu alma; y menciona que su centro es el asombro, cuenta cómo es mágica esa capacidad de asombro y curiosidad que tienen los niños y como es algo que no debemos perder nunca –listo el mejor ejemplo del mundo, de nada-.

La curiosidad es bella, y cuando es sana es lo mejor que nos puede pasar; no tiene nada de malo el querer conocer más, es una de las cosas más naturales en el ser humano el tener una mente curiosa y de cierta manera es algo que nos ayuda a volvernos quienes somos. Si los niños no fueran curiosos no tendrían esos ojos tan llenos de maravilla y sorpresa, yo muy en lo personal siento que mientras más crecemos menos dejamos de maravillarnos y de sentir curiosidad por lo que pasa a nuestro alrededor, dejamos que aquella inocencia se pierda y nos volvamos aburridos. Digo, no que crecer sea malo, solo que simplemente hace que perdamos una parte muy importante de nuestra esencia infantil.

Es algo que todos debemos retomar y mantener sin importar nuestra edad, no sé ustedes pero yo siento muchas ganas de volver a tener esa curiosidad infantil, al final del día es sano y es lo más parecido que encontraremos a nuestros yo antiguos, aquel o aquella que vivía sorprendido por la vida y que no dejaba que nada le detuviera de soñar, maravillarse y curiosear.

Au revoir!

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