Protocolo de vuelo: sueños y libertad

El pasado sábado primero de abril, cerró la temporada de Protocolo de vuelo en el Foro Teatral La Carilla en San Luis Potosí; la actuación de Martha Aguilar y la dirección de Eloísa Zapata fueron dignas de un aplauso que se prolongó por minutos, y es que la obra ayuda al receptor a emprender un viaje que, más tarde, le hará caer en cuenta de que, como dijo Martha, en la vida hay que arriesgarse.

Se trata de un monólogo (tal vez se trate de un contexto autobiográfico, considerando que las producciones de Martha y su esposo, Francisco Morán, suelen acudir a ese tipo de recursos) que permite visualizar la cruda, y hasta brutal, catarsis que sufre la protagonista desde su niñez.

Para hablar de esta obra, primero hay que tener en cuenta que nunca se menciona el nombre de la niña que más tarde se convertirá en una adulta, lo cual, de forma similar en que hace Saramago en Ensayo sobre la ceguera, le arrebata al personaje la “identidad”, haciéndonos ver que no importa tanto quién es, sino de qué está hecha y cómo se construyó.

A este punto podríamos preguntarnos cómo es que Martha adquirió tal genialidad en su actuación, de un modo maravilloso en que, a pesar de que ella es una mujer ya adulta, logra transmitir a través de su mirada lo interconectada que está con la niña que algún día fue y que, posiblemente, algunos días vuelve a ser. Se llama Protocolo de vuelo porque narra, entre otras cosas, el intento fallido y conmovedor de una mujer, sin importar la edad ni el lugar de origen, por llegar a ser una aeromoza y, sobre todo, por emprender un vuelo que la adoctrinara en cuanto a la complejidad de la vida.

También resalta la parte en que todos estamos hechos de la familia, porque de ella se deriva el amor y la ideología única en cada ser, capaz de transportar nuestras mentes a lugares inimaginables. En el caso de la niña, la represión de su mamá y su peculiar pensar acerca de las brujas le ayudaron a conocer sus sueños y, por lo tanto, a conocerse a sí misma como pocas personas se atreven.

Un cazo, dos sillas y una vela fueron suficiente para que el escenario se sintiera tan vacío como se siente ella: “hueca, me siento hueca”, repite una y otra vez Martha, de una manera tan desgarradora que llega al corazón de los espectadores para cuestionarnos qué tan vacíos podemos estar nosotros mismos.

Aunque en esa parte yo no diría que Martha estuviera hueca; a fin de cuentas, su ser está repleto del enorme y abrumador sentimiento del vacío, de lágrimas, de sufrimiento por extrañar a su papá y necesitar a su mamá, por la impotencia y frustración de no ser más esa niña que soñaba con volar. A veces todos soñamos con eso, pero el tener alas es algo exclusivo de aquellos que admiten estar derrotados, pero no el estar destruidos.

Martha emprende un viaje con ella misma para descubrir a dónde la ha hecho llegar aquel injusto vuelo lleno de inquietantes turbulencias, de catastróficas fallas eléctricas, de momentos inesperados en los que tendrá que saltar al vacío sin paracaídas y de fallas por parte del piloto. Llama la atención una de sus últimas frases que decía algo así: “las brujas son mujeres que no necesitan escobas para volar”. Pero Martha demuestra que más allá de las escobas y las prohibiciones, lo que se necesita es del dolor.

Girondo, en uno de mis poemas favoritos, dijo que a las mujeres “no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar”. En cuanto terminó la obra recordé tal fragmento y descubrí que, precisamente, la más hermosa cualidad de una mujer, es el volar. Espero que algún día tenga la dicha de volar como lo hizo Martha, con caídas y todo, porque quienes lo hacen son los héroes de la vida.

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