Movielist

Sentada en mi cuarto contemplo la extraña sensación que produce el fijo cuidado en el movimiento de mis poros. Inahalar y exhalar. Desde los vellos de la nariz hasta los de mis pies, percibo la fortuna de sentir temor, o algo así. Pasados los días recordé que en realidad llevaba toda mi vida experimentando esa emoción, pero que pocas veces se ha podido convertir en un sentimiento. Inahalar y exhalar. Respirar.

Y entonces me doy cuenta de lo incongruente que es el mundo. Alguna vez, en el 99, Sam Mendes intentó conceptualizar a la belleza con un simil muy predecible. Citando a su retraído personaje: «Cuando ves algo así… es como si Dios te estuviera mirando directamente a los ojos por un segundo. Y si tienes cuidado, puedes verlo a él». Belleza es lo que se ve, concluyó.

Pero, en todo caso, me arriesgo a cuestionar a esa belleza tan inicua. Ese 19 de septiembre (o este 19 de septiembre), terminó por hacerme entender que hay cosas que simplemente no se pueden tragar. Sin darme cuenta de lo que pasaba, el movimiento telúrico dejó sus íngrimas condiciones para ser acompañado por el meneo de mi cuerpo enjabonado debajo del agua de la regadera. Ahora que lo pienso, era exactamente como si Dios me estuviera mirando directamente al cuerpo por un segundo. Pero no tuve cuidado, era imposible, y no pude verlo a él.

Después de cinco largos segundos, capté el terrible sonido de los platos al caer al piso; se rompían como si me estuvieran cobrando algo malo que hice sin la intención. «Es un sismo», pensé, y comprendí que no había de otra más que tranquilizarme. Aún así, tuve que fantasear con cómo habría sido si mi entero organismo hubiera explotado entre los posibles escombros de una execrable cosntrucción. El inahalar y exhalar nunca fue tan necesario.

Por obvias razones, no me dio tiempo suficiente para pensar en que lo más difícil apenas comenzaría. Los días siguientes me negué rotundamente a dormir, o tal vez no tenía otra opción; pero si el sueño me ganaba, estaba siempre lista para, al mínimo movimiento, despertar, maldecir y correr. Si me quedara cabeza, volvería a maldecir después de correr. La idea era sufrir, de un modo tan penetrante, ante un sismo que solo estaba dentro de mí.

Así, hasta una fecha indefinida, me dedico a tocar madera, por si las dudas, para liberarme de cualquier mala vibra que tenga que ver con aquella palabra impronunciable, impensable, casi por completo respetable: «sismo». Semanas después, el dueño de los departamentos me dijo que cuando pasó el temblor estaba yo sola en todo el edificio, que los demás estaban en sus trabajos. Blasfemé internamente y mi pequeño ritual de la madera se intensificó.

Con tal ansiedad, necesitaba encontrar algo que me diera una insoportable levedad ante aquel acontecimiento que había cambiado mi vida tan solo porque cambió la de muchos. Pero la meditación y el consuelo de la terapia fueron incapaces de hacer lo que otras alternativas, un tanto someras y demasiado juzgadas, pudieron hacer por mí. A mi cabeza vino el arrepentimiento de todos esos momentos en los que negué el servible efecto estimulante de Adam Sandler y Lindsay Lohan.

Porque ¿quién sabe? ¿a quién le consta que Adam y Lindsay no pensaban en la gente que tiene que sobrellevar heridas de tal volumen? Desde adolescente, lo confieso, añadí a mi lista de gustos culposos un par de sus producciones. Y ante un 19 de septiembre, siempre es necesario, al menos para mí, aceptar y, algunas veces, venerar, aquello que nos da un somnífero para no pensar más en lo que nos causa tanto temor. Al fin y al cabo, para los tranquilizantes nos piden receta.

Desde La herencia del Sr. Deeds, hasta Jack y Jill, pasando inevitablemente por Chicas pesadas, Confesiones de una típica adolescente y teniendo como plus a Ese es mi hijo y Los doble-vida, mejoré mucho mi angustia. Pasé de crear temblores imaginarios a repudiar a Daddy Yankee por hacer reguetón con la palabra «terremoto». Por más pegajosita que esté, repruebo, incluso antes que al machismo, a aquel reguetón que produzca ritmo a partir de una figura muy equivocada de lo que es desastre natural. Mi consciencia revivió.

El departamento dejó de sentirse tan solo y peligroso. Mi movielist no ha podido descansar ni en las madrugadas, no sería lo justo. Por eso, realmente no puedo quejarme; de película en película, gozo la satisfacción de saber que los finales no serán desastrosos, que no me harán llorar y, mejor aún, que no me harán pensar. Y así como ese día mi cuerpo se agitó a la par de las raíces de la Tierra, comencé a repetir los diálogos al mismo tiempo en que los decían los personajes, no me falla ni una palabrita.

Y aunque conozco a la perfección sus acciones, no me dejo de maravillar; probablemente sea la ofrenda correspondiente por estar viva. De la nada, Adam y Lilo se convirtieron en mi prozac a domicilio. Sin receta y sin consulta. No puedo pedir más, o no debo, o no quiero, o no sé cómo.

En una de esas me quedé pensando en la parte en que explican que el cabello de Gretchen Wieners es tan enorme porque está lleno de secretos. El mío, el cabello de Sahiye Cruz, cada vez es más largo, y no precisamente por mi TRESemmé; a mis 29 años, apenas tengo oportunidad de hacer del miedo y de la desesperación, fastidiosamente estáticos, dos de mis grandes secretos. No son secretos por no deber contarlos, sino por no poder.

Entretanto, cada una de las personas se han hecho sibilinas para mí porque, estoy segura, desde ese 19 de septiembre algunas guardan secretos mucho más sagrados. Dicho de otro modo: ni Gretchen, en su más dramático esquema, podría tener reservas tan vitales como el poder afirmar que se tiene otra oportunidad, con todo y el hecho de que Dios nos haya mirado fijamente. Con eso basta para poder decir que sobreviví al 19-S. Inahalar y exhalar. Respirar.

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